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  • Foto del escritorOmar Baños

De marchas LGBT cuando el mundo era diferente


Créditos: Pati Hernández
Marcha LGBT El Salvador 1997. Créditos: Pati Hernández.

El miedo me acompañó durante la primera marcha LGBT en la que participé en El Salvador en junio de 1999. Tenía menos de un año de haber regresado a vivir al país y nunca había participado en ninguna actividad relacionada a los derechos de las personas LGBT. Había participado en algunas acciones de demostración organizadas por grupos comunitarios en Pico-Union, en Los Ángeles que tenía que ver con acceso a transporte público y derechos de la comunidad migrante. Pero no había participado en acciones de derechos sexuales y de la diversidad sexual.


Paty, a quien con cariño llamo la Santa de todas las trans y a quien le he dedicado un capítulo en mi libro Las luciérnagas quizá no volverán, me tomó de la mano e inspiró para que participara en la marcha, con un puñado de hombres gais, mujeres lesbianas, travestís y personas transgénero, y uno que otro amigo o pariente. La marcha-protesta tomó la mitad de una de las principales avenidas de San Salvador una tarde de sábado. Llamó la atención de miradas curiosas y punitivas. Las mujeres transgénero y chicos travestís encabezaron la marcha. Como ha sido costumbre, ellas siempre han dado y puesto la cara y los cuerpos y sus historias ante la adversidad para que otros, más privilegiados, lleguen a recoger los frutos. Esa tarde no fue la excepción. Estaban ahí, encabezando la marcha con pancartas que denunciaban los abusos y asesinatos de sus amigos y amigas de la diversidad sexual.


Yo no caminé con ellas de la mano para dar la cara. Me venció el miedo. Me asomé entre la gente y caminé en la acera, como desligándome de todo y perdiéndome entre los fisgones y chismosos. Los carros pitaban, y no era por algarabía o apoyo, sino que era para mofarse de la diversidad sexual. La gente salía de sus casas o negocios y señalaban con el dedo, como reconociendo a los que demostraban su orgullo. Entre risas gritaban obscenidades que se perdían entre los pitos estridentes.


Casi todos los chicos gais llevaban antifaces para ocultar su identidad porque sabían que era casi una sentencia de muerte -figurativa, y en muchos casos literal- si sus parientes o amigos se enteraban que eran homosexuales. Por eso, y mucho más, las mujeres trans y chicos travestis siempre han estado ahí, dando la cara ante el peligro, como en las mejores batallas.


En 1999 el movimiento LGBTI salvadoreño era incipiente. Había poca comunidad organizada y solía ser gente de comunidades marginadas. Veníamos de una guerra civil; episodio traumático del país que hasta el día de hoy está esperando a que algo pase para subsanarse. Los derechos sexuales nunca fueron tema de discusión en el contexto de la guerra. Eso se dejaba para cuando hubiera tiempo y para cuando los líderes de movimiento de guerrillas perdieran el miedo a la sexualidad. Entre los militante hubo homosexuales, pero ahí mismo había machismo y sexismo -era un izquierda del corte del Che, con esa idea del Hombre Nuevo. Y de ahí veníamos todos, y expresarse libremente en las calles de un país subdesarrollado no era una acción que se tomaba a la ligera.


Sin embargo, organizaciones como Entre Amigos, a la que me integré en 1998 cuando busqué un lugar al que pudiera pertenecer y donde pudiera encontrar gente como yo, ya tenía un par de años de organizar a cierto sector de la comunidad LGBT. Su trabajo se enfocaba con las comunidades de menos recursos. Los hombres gais de clase media y alta nunca pusieron un pie en la organización. De hecho para entonces no era cool ser gay o travesti o trans o lesbiana, por lo menos no de forma pública. (Habrán notado que he estado escribiendo hombres gais, porque para entonces, otra vez, la diversidad sexual se reducía a esa identidad, aunque estuvieran presente mujeres trans – a quienes siempre les decían hombres vestidos de mujer, violentado su derecho de identidad de género; esto es tema para otro blog).


Ser gay de closet era lo que había. Y esto generaba problemas de autenticidad y de pertenencia. Creaba dos mundos: el de las discotecas gais (una o dos, que por cierto también estaban divididas: una era para las locas pobres, y la otra para las locas burguesas) y lugares de encuentros sexuales donde por necesidad sexual se rompían esas fronteras y separaciones superficiales. El hecho de haber convivido con alguien en uno de esos lugares la noche anterior no significaba que al verlo en la calle uno podía saludarlo. Nadia existía afuera de esos lugares. Y era muy común decir: “si te vi, no me acuerdo”.


Así que ser gay fuera del closet era casi una hazaña. Ser mujer trans era prácticamente ser una pancarta luminosa de protesta contra la opresión, consciente o no de lo poderoso que era esa presencia y símbolo en cualquier espacio, ya fuese en silencio o con vociferaciones. Al mismo tiempo se convertían en la presa perfecta del odio; eran blancos imperdibles entre la multitud.


Ellas han dado la vida para que hoy podamos ser un poco más libres que antes; para que podamos ser un poco más felices que antes. Y eso no hay que olvidarlo en un movimiento social que suele llevarse por lo que está de moda en lugar de volver a las fuentes que le dieron pies y alas y armas para lograr los avances que se han logrado hasta hoy.


La marcha LGBT de 1999 la recuerdo como la primera acción pública que realicé en torno a los derechos sexuales. Aunque yo no era chico del closet. Mis padres y familiares y amigos sabían sobre mi identidad sexual. Sin embargo, tenía miedo de desvelar mi identidad sexual de una manera pública. El miedo era el principal factor que me tenía las manos atadas. Conocía de innumerables casos de gente LGBT que había sido ultrajada, violentada, y hasta asesinada. Y yo no tenía las destrezas para lidiar con esa situación en ese momento.


Pero la multitud y la vialidad con la que la comunidad marchaba entre los pitos y los insultos, me dieron fuerza. Pasé de la acera, de ser uno más de los fisgones, a la calle, como uno más de la marcha. Me integré al final del recorrido de la marcha, con unos amigos que llevaban pancartas con mensajes políticos. En ese momento perdí el miedo que los dedos acusadores de los fisgones siempre están dispuestos a usar para señalarnos.


La marcha concluyó en el Monumento a la Constitución, La Chulona, donde se hizo un acto protocolario en el que líderes LGBT hicieron algunos discursos.

Me faltaba mucho por crecer, tomar valor para hacer esas cosas de expresión pública en lugares donde ser gay o transgénero era una cuestión de vida o muerte para muchos. Paty había aprendido a navegar esa turbulencia desde pequeña. Yo no sabía transitarlas, pero esa tarde, junto a ella, aprendí que el miedo a la violencia por ser un hombre gay me había limitado mi propia expresión de ser.


Esa tarde, ese miedo que había cargado durante años, terminaba ahí. Un nuevo panorama me esperaba al ser parte de algo más grande, de un movimiento que, aunque incipiente, pintaba para lograr muchos cambios en El Salvador.

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