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  • Foto del escritorOmar Baños

Uno no sale de ningún lugar...

Actualizado: 21 jun 2020



A mí nunca me ha gustado esa frase: Salir del closet o del armario. Uno no sale de ningún lugar, por muy metafórico que sea. Lo que uno hace, me parece, es entenderse y construir las relaciones, los espacios y los momentos para ser libre, ser y hacer sin tener que darle explicaciones a nadie de lo que somos. Y sin embargo aquí estoy, a punto de contar los momentos en los que salí del armario, o mejor dicho, de cuando sentí la necesidad de compartir con mis padres parte de lo que yo era.

Cada uno de nosotros decide qué significa salir del clóset y cómo uno lo hace. En realidad es algo muy personal.

Oficialmente salí del closet solo con cuatro personas: Mi madre, mi padre, mi hermana y hermano mayor. Y por oficial, me refiero a que usé estas palabras: “Soy gay”, como si estuviera revelando el onceavo mandamiento. A mi tercer hermano no le dije “soy gay”. A él solo le presenté a mi primer o segunda pareja sin tener que explicar nada más. Supongo que así también se sale del closet sin la algarabía ni la banda ni los brindis.

No hubo fiesta, ni funeral cuando compartí con mi familia que era homosexual. A mi madre le dije que era gay durante una cena a la orilla del mar en El Puerto de la Libertad. Se lo dije para anticipar los chismes del pueblo. Los chismes tienen un poder insospechable. Empecé a relacionarme con un grupo de chicos gais y, por asocio, estaba diciéndole a los cuatros vientos que yo era marica. Estaba saliendo del closet y, al mismo tiempo, estaba sacando del armario a mi familia. La reacción de mamá fue parca. No hubo dramas, ni reclamos, ni nada.

A mi padre se lo dije de una forma dramática un año después --en parte por mi propio edadismo y en parte por las experiencias e historias que uno conoce desde que nace en una cultura machista-patriarcal-dogmática religiosa (¿se me olvidó agregar algo más?). A papá le puse una revista en sus manos donde había publicado un artículo sobre la discriminación de personas de la diversidad sexual en El Salvador. Lo escribí en primera persona, hablando de mi propia experiencia. Eso fue en el año 2000. Así que escribir en primera persona sobre las experiencias de discriminación por ser marica en la revista Tendencias no era fácil, ni cool y ni fashion. De esto escribo en mi libro Las luciérnagas quizá no volverán.

Y nada, mi padre, a los 76 años, tomó bien el asunto. Al final lo que le preocupaba era que yo fuese feliz. No quería que pasara las mismas tribulaciones que todos los chicos gais del pueblo pasaban como parte del destierro por ser quienes eran. Y eran chicos que vivían sus vidas sin pedirle permiso a nadie y sin conformarse con las reglas establecidas. Nunca más volvimos a hablar del tema. Y eso no quiere decir que yo no compartiera con él y mi madre los amores y desamores, las expectativas, vivencias y, simplemente, existir como hombre gay. Solo quería decir que no tenía que anunciarle a nadie más mi orientación sexual. No era necesario; nunca fue necesario.

Mi hermano mayor, por otra parte, no lo tomé muy bien. El típico rechazo. El típico desdén. El típico abandono. Dejamos de hablar por un par de años. En ese transcurso, me enteré de que él había perdido a varios de sus amigos. Dejaron de hablarle porque tenía un hermano maricón y por extensión era una vergüenza con la que no querían asociarse. Mi hermano no sabía como navegar esas interacciones; la rabia la canalizaba con el silencio. Era fácil para él sumarse al grupo que me señalaba como la escoria.

Años después he considerado que lo hizo porque no tenía las herramientas ni los conocimientos como para plantar una defensa de su hermano. Yo no estaba tampoco en una situación para apoyarle; estaba en mi propio proceso sin ninguna guía ni mentor ni apoyo. Tenía que lidiar con mis propios retos. Y él tenía que lidiar con los suyos. No era mi responsabilidad, pero estoy seguro de que hubiese sido muy diferente si yo, u otras personas preparadas, lo hubiésemos apoyado en su proceso de salir del closet conmigo.

Ahora nos queremos como si nada.

Quizá cuando uno entiende su identidad sexual y va a por ella sin tener que rendirle cuenta a los demás, ni explicarle con quién coge, los familiares más cercanos también salen con uno, así, con todo, sin que lo quieran y a pesar de todo. Esto es más complejo en contextos donde la familia, para bien y para mal, es como el espejo de cada miembro y las acciones de uno son el reflejo de todos. En esos espacios la familia se ve obligada a rendir cuentas de las acciones del hijo maricón, así como éste se ve obligado a rendirle cuenta a los parientes. El ecosistema lo demanda sin que haya las herramientas para trabajarlo. Aquí, salir del close, para muchos, es una batalla monumental. Y ahí hay mucho trabajo pendiente, no solo en procesos que ayuden a familias y amigos a ser empático y a “entender” y “aceptar” al pariente maricón, sino que también les ofrezca las herramientas para decir con orgullo que tienen un hijo o hermano maricón.

Esto podría parecer una apología de las reacciones negativas de nuestros familiares cuando se encuentran ante la realidad de nuestras vidas sexuales, nuestra identidad, nuestro ser. Pero en realidad es un llamado a considerar que cuando uno sale del closet –frase, que, repito, detesto- también lo hace la familia. Deberíamos forjar procesos que NOS apoyen, a nosotros y a ellos, para sobrellevar situaciones precarias que en muchos casos terminan dejando cicatrices para toda la vida. Y que al final de cuentas, no solo acepten y entiendan, sino que también sepan sentirse orgullos de quienes son al haber salido del closet con su hijo o hermano maricón.

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